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El desafío de coleccionar performance.

En este artículo presentamos desde Coleccionismo Contemporáneo algunas notas sobre el coleccionismo de performance art. Indagaremos sobre su inscripción en la historia del arte contemporáneo, la construcción de su valor y las posibilidades de colección, así como un planteamiento de sus elementos problemáticos desde el punto de vista de su incorporación al mercado y la insuficiencia de los marcos legales para su catalogación, colección y re-exhibición.


Juvenal Barría (Chile)

Durante el mes de agosto la plataforma Argentina Performance Art desarrolla la tercera edición de su Ciclo de Conferencias sobre el performance en Argentina. Moderadas por Natacha Voliakovsky la primera sesión estuvo a cargo de los grupos Escombros y Fosa, referentes de la creación artística colectiva durante las décadas de 1980 y 1990, mientras que la segunda jornada del próximo 16 de agosto contará con la presencia de la artista Marta Minujín, pionera del arte conceptual y de la performance art en el país. Desde Coleccionismo Contemporáneo invitamos a participar de este Ciclo tan necesario para poner en valor el performance art de la región, lo podrás hacer de modo presencial en el Centro Cultural Recoleta.


Aprovechando esta oportunidad, desde CC intentaremos reflexionar sobre la performance desde el punto de vista del coleccionismo, abordando algunos aspectos de interés para el coleccionista en relación a las características particulares que plantea esta práctica artística. No pretendemos abarcar todos los aspectos de ambos, la performance y el coleccionismo, que presentan complejidades y aspectos contextuales que nos impiden una generalización, sino, más bien, plantear algunas guías que nos sirvan para orientarnos sobre cómo construir valor, cómo incorporar la práctica del performance en el discurso histórico del arte contemporáneo y cómo darle un lugar en nuestras colecciones.




¿Se puede coleccionar una performance?


La respuesta simple es sí, se puede coleccionar performance. Desde una primera aproximación al problema resulta evidente que los registros fotográficos, audiovisuales e incluso sonoros pueden convertirse en el elemento material/objetual susceptible de ser coleccionable. Aún cuando una performance es aquello que se experimenta de primera mano, con mis propios ojos, mediante una acción física real articulada con las tensiones políticas de un espacio real, el registro de esa performance es la primera solución para solventar su carácter efímero, incorporarla a la memoria colectiva y eventualmente ser coleccionada. Otra opción con la que se resuelve tradicionalmente esta distancia entre la experiencia anclada en un tiempo y espacio y la necesidad de “objetivar” la performance para hacerla “manejable”, es a través de objetos, materiales o vestigios de la acción desarrollada en caso de que estos hayan sido incorporados en su diseño y sean, de alguna manera, relevantes al sentido de la acción.


No sólo su colección genera problemas en el mercado y el campo general de las artes visuales, sino que también la propia exhibición ya plantea algunos desafíos institucionales y legales por parte del museo, la galería o la institución que la contrata. ¿Qué paga un museo, o galería cuando paga por una performance? Generalmente, la modalidad escogida es tratar la performance como una contratación de servicios bajo el pago de un caché -del mismo modo que se haría con una actuación o representación teatral- y de esta forma encontrar un marco legal y fiscal para su implementación. Sin embargo, esta pregunta se reproduce al ingresar el producto al mercado del arte, al optar por su carácter coleccionable y, más adelante, en las condiciones de su re-exhibición: ¿Qué compra quién compra una performance y en qué condiciones? ¿Cuál es el marco legal de pertenencia a una colección y cuáles son las condiciones, si las hay, para su re-exhibición? La pregunta, en el fondo, es por la naturaleza de ese particular “objeto” coleccionable.


Yasmin Nogueira (Brasil)

La performance en la historia del arte contemporáneo


Como gran parte del arte contemporáneo, la performance tal como la concebimos hoy tiene su origen y eclosión durante la década de los sesenta, aún cuando sus referencias puedan ser trazadas hasta principios del siglo XX o encontremos casos puntuales de prácticas que destacan algún u otro aspecto de la performance a lo largo de toda la historia del arte. El carácter performático de la práctica artística y de nuestras propias prácticas sociales siempre ha sido relevante, pero sólo podemos otorgarle ese valor desde nuestra visión retrospectiva que resignifica esas prácticas.


Si bien sería interesante marcar la confluencia de todos los factores que posibilitaron su emergencia, plantaré sólo algunas líneas generales asociadas a los procesos de desmaterialización del arte, apuntados ya en textos canónicos, para destacar su innegable relevancia en la historia del arte. El tópico de la “desmaterialización” ha modificado para siempre la percepción y quizá también la naturaleza del objeto artístico. Arthur Danto entendía el arte contemporáneo desde la perspectiva del desplazamiento desde un arte centrado en la sensación y los elementos plásticos, hacia uno centrado en el pensamiento y la generación discursiva. Esto se tradujo en un desplazamiento del interés y el acento hacia la producción de sentido y su posibilidad hermenéutica, antes que en la producción de un objeto para ser contemplado.


“Desmaterialización” viene a significar todos los procesos por los cuales, desde el propio campo del arte, dejamos de colocar el acento en el elemento material de la pieza, su análisis formal o plástico y la experiencia tradicional de fruición estética, para concentrarnos en el sentido vehiculizado por la imagen, la acción o el objeto, su análisis discursivo y la posibilidad de una interacción intelectual con el espectador antes que una experiencia meramente retiniana. La performance, claramente se ubica en este proceso de alejamiento de la producción de “dispositivos para ser vistos”, al insistir en la experiencia de una acción articulada en un aquí y un ahora que no puede reducirse a su dimensión material.


Este proceso en el cual se ve embarcada la performance a lo largo del siglo XX, ha modificado radicalmente la forma en que interpretamos el producto artístico, alejándonos progresivamente del plano ontológico del arte hacia su plano epistémico o, si se quiere, discursivo.


Por otro lado, la irrupción de la performance como una práctica que tiene a la acción y al espacio como elementos inalienables, tuvo una potente incidencia en el plano de lo político. El descubrimiento del cuerpo y la acción como elementos significantes en la construcción de una poética y política, visibilizando las tensiones discursivas por las cuales está atravesado el cuerpo, o las tensiones manifiestas de los espacios en los que desarrolla su acción, le permitieron generar un campo de discusiones propio. En este sentido, su valor no sólo se ve ampliado, sino también diversificado al presentar una flexibilidad que le permite circular por diferentes registros discursivos, incorporarse camaleónicamente en diferentes guiones curatoriales y, finalmente, hacer parte de colecciones muy variadas desde el punto de vista curatorial.


Sin embargo, lo que parece un desarrollo sostenido y asentado desde el punto de vista crítico o desde la propia historiografía, no parece cuajar en prácticas o modificaciones efectivas en el mercado y el campo del coleccionismo, o lo hacen de modo titubeante. La performance entra de pleno derecho en las líneas matrices o el canon de la historia del arte marcando una igualdad de condiciones, en cuanto a su valor, con otras prácticas artísticas contemporáneas. Sin embargo, está inscripción desde el punto de vista productivo sigue encontrando desventajas en su circulación y, principalmente, en las cuestiones relacionadas con su comercialización. Esto trae aparejado ciertos fenómenos que inciden en las decisiones productivas y comerciales del artista en tanto que las desventajas en su rentabilidad genera un desplazamiento hacia otras opciones -más rentables- que, a la vez, atenta contra la especialización y profesionalización del artista de performance.



Patricia Rodríguez (Ecuador)

¿Qué soluciones podemos encontrar desde el coleccionismo al carácter efímero de la performance?


Durante el año 2019, previo a la pandemia, el mercado del arte registró un total de ventas por 67 mil millones de dólares, sin embargo no hay registro de qué porcentaje de ese monto se destinó a la compra de performance. Esta situación obedece, en parte, porque el mercado continúa sin acordar a qué debe llamarse “performance”, cómo definir los límites de la práctica desde un punto de vista taxonómico y esto porque desafía las definiciones tradicionales de arte y su propia estabilidad como concepto. Al no poder ofrecer un índex claro que permita etiquetarla, circula entre diferentes registros dentro -y a veces fuera- del campo de las artes visuales.


En términos históricos lo que se ha coleccionado tradicionalmente es un objeto, pero la performance, como vimos, está en ese proceso de desmaterialización donde el artista decide voluntariamente no crear objetos, sino significación a través del cuerpo y la acción en un contexto signado por el aquí y ahora. Ciertamente hay una tendencia a “objetivar” la práctica para hacerla manejable desde el punto de vista del mercado, monetizable y coleccionable. Esto no debería ser un problema siempre que las reglas para su objetivación, monetización, colección y re-exhibición estén claras para todos los agentes involucrados en esos procesos, pero este no siempre es el caso.


El reclamo por los derechos de autoría en los tribunales franceses que sufrió Maurizio Cattelan puede darnos algunas claves para desenredar esta madeja. Los tribunales claramente fallaron a favor de Cattelan admitiendo que la “obra” no es su ejecución material sino su concepción intelectual. La sentencia marcó jurisprudencia en relación a los derechos de autor sobre el arte conceptual -también alineado en la estela de la desmaterialización- colocando la autoría en la concepción intelectual de las piezas.


Desde el punto de vista de un arte desmaterializado conviene pensar la propiedad -elemento central en la práctica del coleccionismo- como una transferencia del usufructo de la “propiedad intelectual” y el otorgamiento de ciertos derechos y obligaciones sobre la obra consensuados entre artista y coleccionista, y no como el traspaso de la propiedad de un “bien mueble”, como tradicionalmente ha sido considerada esta relación. Esto implica para el coleccionista dejar de pensar en el artista como un manipulador de materiales, para comenzar a pensarlo como un manipulador de signos y, por lo tanto, encontrar marcos legales específicos para la transferencia de este tipo de propiedad.


Aquí es donde reside el desafío legal y comercial de la performance: la ley y el mercado, en términos generales, reconocen el trabajo creativo en artes visuales a través de una terminología tradicional de formas, medios, categorías y otras nociones rígidas y extrañas al performance. Sin embargo, los contratos y la propiedad intelectual son dos áreas legales que pueden ofrecer posibles soluciones para artistas y coleccionistas. Por un lado, el contrato puede estipular las condiciones de venta y traspaso de propiedad especificando cualquier restricción que pueda colocarse a su comprador y, por otro lado, imponer límites a la re-exhibición de la performance colocando otras condiciones, por ejemplo cómo, cuándo y cuántas veces puede ser reactualizada. Los contratos editoriales también pueden ser un ejemplo a tener en cuenta ya que en ellos se concede el permiso legal para reproducir un producto intelectual, pero bajo un conjunto de cláusulas muy estrictas.


Santiago Canción (Argentina)

El modelo Tino Sehgal


El artista Tino Sehgal se ha negado a que el público o las instituciones puedan hacer registros de cualquier tipo sobre sus performances, convirtiendo a la simple experiencia del aquí y ahora de la acción como el único registro disponible. De esta forma Sehgal patea el tablero del statu quo, vedando la posibilidad de que la performance sea coleccionable mediante el mecanismo del registro utilizado por otros artistas. Esta situación provoca una segunda huida de la performance a los dictámenes del mercado impidiendo, a priori, su carácter de coleccionable.


En el fondo lo que propone es modificar el carácter del objeto coleccionable, pasando del registro al contrato. Sehgal plantea un contrato verbal con la institución contratante donde estipula las características de la performance y las condiciones para el desarrollo de la acción y su re-exhibición. Para asegurarse de que su diseño y sus requerimientos sean respetados vende una “edición limitada” para ser re-exhibida bajo estrictas condiciones de control por parte de sus asistentes y mediante la cual restringe el derecho de propiedad y las condiciones de uso de su obra. Lo que el artista vende no son vestigios o registros, sino gestos efímeros que se pierden sin un documento que les sobreviva, una experiencia que debe ser vivenciada en primera persona, en un contexto específico y único diseñado por el artista.


La propiedad de la performance, de esta manera, continúa siendo única, sólo se estipula contractualmente las condiciones de uso que rigen para la re-exhibición por parte de su dueño, sin necesidad de apelar a un documento o registro que la haga tangible. De esta forma llegamos a un modelo en que cada pieza requiere acuerdos legales y comerciales únicos para su adquisición, escapando al modelo del registro y remarcando el aspecto experiencial de la performance.


Ana Fraga (Brasil)

Palabras finales


Tanto el modelo contractual como el modelo del registro, son opciones válidas para enfrentarse a los problemas que plantea el coleccionismo de performance. En definitiva, lo que el artista transfiere al coleccionista no es un objeto tangible, ni un certificado que confiere la posesión de algo inasible, como una acción desarrollada en el espacio. Antes bien, transfiere las condiciones de uso, reproducción y re-exhibición de aquella acción, por medio de una actualización o la posibilidad de rememorar mediante sus registros o vestigios.


Henry Lydiate propone que, en cierto sentido, no se compra una performance con la idea de revenderla y sacar una ganancia en esa transacción, sino para conservar la pieza/registro. Al no estar interesados en su venta, esa performance no puede considerarse plenamente dentro del mercado en tanto que se descarta a priori la posibilidad de un ingreso al mercado secundario. Aún cuando podríamos problematizar esta propuesta, la idea de fondo muestra las áreas problemáticas para la inserción de la performance en un mercado del arte.


El mercado necesita colocar etiquetas, pero el performance es reacio a este tipo de prácticas, situación que queda reflejada en la imposibilidad de determinar el volumen real de participación en las ventas anuales. De momento queda claro que se continuará con el modelo de venta de documentación/registro de las performance mediante algún tipo de soporte y que podrán ser distribuidas y vendidas como piezas únicas o ediciones limitadas. Esta parece ser la regla hasta tanto el mercado encuentre -como parece siempre hacerlo en el capitalismo postindustrial- una estrategia y marco legal más eficiente, que no coloque al objeto, sino a la propiedad intelectual como fundamento.


Para finalizar con estas notas, diremos que nos parece muy importante la formación del coleccionista en las características especiales de la performance y sus derivaciones legales. Esta formación debe tender a modificar obstáculos epistémicos -como la centralidad de la idea de posesión de un “objeto” artístico- e implementar nuevos códigos en la transferencia de propiedad y alcance de derechos que no se centren en la obra como un bien “mueble”, sino en la idea de propiedad intelectual.


Luis María Rojas

Director Ejecutivo CC


Roma Vaquero Díaz (Argentina)


Fuentes




Coleccionar performance: retos y oportunidades del siglo XXI: https://artishockrevista.com/2014/07/05/apostando-al-performance/



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